
Estábamos en su habitación, tenuemente iluminada. Ella se iba despojando de su vestido azul, muy lentamente, mientras en su rostro de mujer se dibujaba una coqueta sonrisa. Tan solo contemplaba cómo su piel reluciente y efímera se iba dibujando en todas sus formas en mis pupilas.
Sus senos, altivos y turgentes, se movían emitiendo tintineos concupiscentes, y su cintura de nereida, era de tal perfección que hasta afrodita hubiese muerto de envidia al verla.
Un monte de Venus perfecto y pecaminoso. Unas piernas extensas y suntuosas, unos pies excelsos, delicados y deliciosamente bien formados.
Una agonía indescriptible era contemplarla y no tocarla.
-Ven –me dijo.
Extendió sus brazos, entreabrió sus carnosos labios, y mi insania lujuriosa empezó a estirar más sus codicias. Me acerqué, despacio, sin perder ningún ángulo maravilloso de ese cuerpo tan desquiciante.
Me besó fuertemente, e hizo sangrar mis labios, y sus senos se tocaron duramente con mi pecho. Sentía su aliento dentro de mí, sus manos recorrían con fuego mi agonizante ser. Soltó lentamente mi boca y me fue cubriendo con su lengua hasta llegar al centro de mi alterada locura.
Hizo que todo mi cuerpo se endureciera como piedra, emitió un sonido de lasciva absorción, apartando sus palabras de mis bajos instintos, uniéndose a mí en un salto violento, abrazándome tenazmente el cuello.
Mi infinita demencia se adentró en lo más profundo de sus perdidos sentidos, y empezó el movimiento repetitivo, punzante y desgarrador que la hacía mía con cada embate que le daba. Jadeaba ella con cada roce de mi piel con la suya, y sus uñas se clavaban impetuosamente en mi espalda.
Le mordía sus labios, su cuello; apretaba sus sublimes senos con mi boca, mis manos sujetaban fuertemente sus dislocadas y carnosas corduras, sus piernas se movían rápidamente rozando mis brazos, y tal eran mis ímpetus que llegó a decir:
-¡Basta!… ¡basta!… ¡por favor!… ¡me haces daño!
¡No la escuchaba!, seguía con mis infernales movimientos, haciendo todas sus entrañas cubículo de un desproporcionado frenesí por lo que era sólo mío. La llevé así, sin parar, hasta el borde de su cama, y la recosté en ella.
Comenzó a mover suavemente su portentoso cuerpo de un lado a otro, arriba y abajo, de izquierda a derecha, y sus manos recorrían su sudorosa anatomía. Abrí sus piernas saboreando con mi lengua el centro de su infinita vía láctea, llena de una libido desbordante y jugosa.
Acarició con ternura, mis ondulados cabellos, semi-dorados, para después jalarlos y restregarlos con ira, mientras sus labios se movían discordantes, emitiendo oraciones espurias al dios Eros.
Se levantó de golpe volviendo a lanzarse sobre mí, pero esta vez yo estaba tendido, y ella sobre mí. La violencia de los movimientos ya no formaban parte de mí, sino de ella
Estiró su cabeza hacia atrás; su cuerpo se ondulaba y sus senos se movían impacientes al compás de los sonidos que emitíamos.
Sus cabellos extensos y ondulados cubrían su delicada espalda. La tenía asida de su cintura y, de improviso, levanté mi dorso y empecé a recorrer, con mi lengua, su lustrosa y acaramelada piel, mordí sus sonrosadas aureolas y saboreé con deleite toda su lujuria.
De pronto, me aventó con fuerza, estirándome por completo en su cama, y me dijo mirándome a los ojos:
-¡Soy tu sexo, tu deseo!… ¡Tu amor!
Sus ojos empezaron a brillar extrañamente mientras sus preciosas pupilas olímpicas se aclararon aún más. Abrió su boca, y sus dientes frontales empezaron a crecer puntiagudamente, y de un rápido movimiento, me clavó una mordida en el cuello.
Sentí un golpe punzante; sin embargo, dolor no había, más bien, infinito e indescriptible placer. Un placer que se desbordó caudalosamente dentro de ella, a la vez que palpaba su incongruencia rebalsarse translúcidamente sobre mí, apretando como un palpitar nuestra unión.
Retiró su boca, he hilos de mi sangre recorrían sus pulposos labios. Empezó a reír brutalmente iluminando a la diosa selen con su mirada, mientras repetía a cada instante:
-¡Soy tu sexo, tu deseo!… ¡Tu amor!
Levanté raudamente mi dorso y le asesté una mordida profunda y rabiosa en su jactancioso cuello. Dio solo un grito, tan solo un grito, para después soltar un suspiro de satisfacción.
Estaba completamente encima de ella succionando toda su vida, y cuando sus sublimes ojos emitían su último resplandor, le dije:
-Non confondo il sesso con l’amore… ¡Mi fiore!
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Quedo tendida sobre aquel apasionante encuentro sin moverse, y bese sus delicadas manos esperando quizás un perdón que nunca puedo encontrar. Me levante desnudo acercándome a la ventana para ver embelesado la gigantesca luna, que alguien, alguna vez predijo, que sería la paz eterna a esta cruel inmortalidad.
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